Ayer, después de haberme comido dos platos de
cocido con sus sacramentos, me despanzurré por el sofá para que mi organismo
comenzara la ardua y mecánica tarea de la deglución. Hasta ahí bien.
Ahora es
cuando entra mi gato: raza europea, según manuscribió en la ficha la
sanguinaria veterinario que convirtió al animal en un eunuco con aspecto de
peluche para toda la vida. Estoy hablando de castración animal, señores. Lo de “raza
europea” es un eufemismo que me ofendió en su momento. Para qué nos vamos a
engañar, es un maldito gato callejero que cayó en mis manos y que por una
extraña razón he aprendido a amarlo a pesar de sus desvaríos. Porque para él,
existen ríos metafísicos que yo no soy capaz de ver. Los ve como lo hacía Horacio
Oliveira: por las calles de Paris, por los laberintos de su alma abatida; un
mundo donde siempre está lloviendo, un mundo donde eres incapaz de sacar las
manos de la canadiense porque hace frío –tan sólo cuando hay que encenderse un
cigarrillo-, donde siempre te encuentras con los calcetines empapados y esperas,
sin querer admitirlo, que la Maga te esté esperando al otro lado de la puerta
para prepararte un mate o un café dentro de una novela que se llame Rayuela.
Una rayuela incomprendida en un mundo de escasa lírica, una rayuela tan sólo
entendida, de forma absoluta, por la mente de un tal Cortázar que convirtió el
papel en páginas que se aturden por corrientes filosóficas extrañas, empapadas
de vodka y de sí mismo.
Cuando empecé a entornar los ojos, el gato me
seguía mirando. Estaba en la postura de elevado a infinito sobre mi estómago
cuando de repente se desconectó mi sistema operativo, entrando en estado de hibernación.
Fue entonces cuando me introduje en sus sueños y pude ver algo de esos ríos metafísicos
de los que os hablé antes.
Todo
era maravilloso, mi gato era un campeón. En los jardines de un gran palacio
cazaba ratones, pájaros al vuelo al primer intento. Qué sentimiento de
satisfacción. Los saltos eran infinitos, ascendiendo hasta el más allá. Bajó
desde el cielo y maullando me indicó que lo siguiera. Llegamos a una gran sala
donde no se podían ver las paredes, de tan amplia que era. Su baño: cómo
explicaros ese baño de piedras para gatos color esmeralda y lleno de cristales Swarovski. Era un deleite evacuar
indiscriminadamente sin los problemas habituales de la acumulación que se
produce en los recintos pequeños. Allí se entretenía durante horas, escondiendo
sus pequeñas deposiciones. Y después, una vez teniendo el intestino vacío, me llevó
a un enorme salón donde reposaban cientos de alimentos en una mesa de madera
con las patas recubiertas de cuerda, para poder sacar brillo a sus uñas. Hundía
sus bigotes en los enormes calderos de leche fresca, recién salida de la vaca y
también disponía de tres recipientes diferentes para beber agua: uno de cristal,
otro de porcelana y otro oro blanco. ¡Oh! Qué buena está el agua de Solán de
Cabras, agua de manantial sin residuos de cloro. Para comer: patés de todo
tipo, foie gras, micuit de pato, sardinas, pollo campero. En fin, todo tipo de
delicatesen. Luego, le gustaba acudir a la fuente del patio andaluz, recubierto
de cenefas azules, donde se aseaba delante de un gran espejo. Todo sería
incompleto sin la consumación y en el salón de los cincuenta cojines, sobre
enormes mantas de lana blanca, aguardaban más de treinta gatas sumisas que
esperaban al montador insaciable, al repartidor de leña –el Gato-.
Cuando
sonó el despertador me chupé los brazos y las axilas. Me acicalé las patas y
fui al baño de piedras que compré en el centro comercial, con la esperanza de poder
entrar en él y sentirme por una vez como un gato.
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Israel
Esteban