Gracias a ti, querido Al, se pusieron a funcionar los malditos
sacapuntas que dormitan en el fondo del cajón de mi escritorio; junto con los
ocupas grafiteros. Enormes lápices fueron arrodillándose, empequeñeciéndose, a
modo de reverencia, en los subterráneos de cada una de tus frases, dejando su
sedimento o su alma para remarcar algo, del todo, irrepetible.
Diez lapiceros cayeron en la batalla de tu libro “Humo en la
recámara”, otros tantos en “Almas de nueve largo” y así, cientos de ellos se
inmolaron para resaltar tanto acierto que de haber sido lotería no hubiera existido
máquina alguna que hubiese podido contar tanto dinero.
Contigo sigo aprendiendo, qué más da que te hayas mudado de
ciudad, de mundo o de plano astral, tal vez en uno en el que las nubes no sean
de tabaco. Probablemente aprenda más de tus libros de la vida que en cualquier universidad,
aunque sea solo por correspondencia.
Cada vez que cierro uno de tus libros para irme a la cama,
mi pelo huele a nicotina y por mi camiseta se evaporan los perfumes de las
mujeres del Savoy. Tus libros me dan sueños, tus frases y tus ácidos personajes
hacen que los míos crezcan exponencialmente. Porque tu universo ha enriquecido
al mío; ha contribuido a expandirlo de tal forma que tengo la convicción de que
si mandara una nave jamás regresaría.
Al final, después de todos estos años, llegué a la lógica
convicción que más me hubiera valido subrayar lo único que carecía de interés, como
los aspectos legales del libro y la fecha de impresión. Hubiese terminado mucho
antes y se hubieran salvado muchas vidas.
Hasta siempre Alvite y gracias por todo.
Por Israel Esteban.
Un comentario en «Al, muchacho, ¿qué se cuenta Frank Sinatra?»