En una tarde otoñal de viento y hojarasca, Logroño olía a lluvia y se palpaba la tristeza en los murmullos de sus gentes. Felicia caminaba lentamente marcando el paso.
Todos los días a las seis de la tarde solía cruzar la Gran Vía para tomarse el mejor café de la ciudad. El bar Dominiti te invitaba a la lectura y era un sitio frecuentado por pensadores sin miedo.
Rubén, que camina por la misma acera, sintió la presencia de Felicia sin siquiera mirarla, ya que no podía. El viento apelmazaba el pelo contra sus caras desdibujándoles los rasgos. Cada vez estaban más cerca y sus sonrisas invisibles se adivinaban en las inevitables sombras. Cuando coincidieron en el semáforo, las manos pulsaron a la vez el botón para convertir el rojo en verde y mientras que los perros guía se lamían, ellos torpemente se chocaban con sus palos.
Israel Esteban