Cuando dije que quería una mascota, me refería a un peluche de esos que huelen a suavizante y que no despilfarran pelo por la casa; criaturas mansas dispuestas a obedecer a su amo. Pero resulta que las fuerzas del universo se han confabulado para que un gato callejero, que en cierta parte me recuerda a mí, invada mi microcosmos o, para los asiduos a Ikea, la república independiente de mi casa.
La impuesta abstinencia sexual que padece el animal, hace que locuras transitorias le empujen a transgredir las leyes de la física cuántica: subiendo las escaleras con posturas antinaturales como la niña del exorcista, atiborrada de estupefacientes, destrozando lámparas de papel de arroz, mordiendo los tobillos a traición como vampiro de colmillos descomunales y uñas al más puro estilo de Freddy Kruger, que te atraviesan la carne con una facilidad pasmosa.