Libros con alma

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Melancolía








Nacemos como cangrejos ermitaños. Libres, sin cáscaras que nos recubran. Débiles.
Mientras germinamos, nos arrastramos por los senderos empedrados de la moral cultural del momento.

A edad muy temprana, un carapacho invisible se adhiere a nuestras espaldas y nos obliga a caminar con una postura casi reverencial. La propia de un resignado que abatiendo los hombros es capaz de emular un aplauso. El proceso nada tiene que ver con la tanatocresis del cangrejo, sino por la causa de ir acumulando residuos a esa mochila virtual que nos acompaña hasta el último momento.  No son otra cosa que recuerdos enquistados que pueden llegar a pesar como escombros. Del mismo modo que los moluscos aferrados al espinazo de la roca, obligándola a replegarse sobre ella misma. Escoria prensada, en este caso, lista para llevar.

Llegado el momento y habiendo acumulado cierta experiencia, intentas, sin conseguirlo, encontrar los viejos caminos que te llevaban a la carcajada y al amor asequible y poco enrevesado. Acabas perdiéndote en un mundo que no conocías huyendo a ciegas de lo ecuánime y previsible.

La sonrisa de los viernes ahora es igual a la que solías llevar los lunes. La estuviste buscando, sin acierto, durante semanas en el armario; entre la ropa de entretiempo. No la encuentras. Se ha desvanecido. Has perdido la esperanza en la yema de un laberinto impracticable.

Apoyado sobre una pared fría y húmeda aguardas con una vela extenuada. La sostienes con cuidado pero nada puedes hacer ya que es concisa y fugaz. Y ves que el tiempo se agota, notas que la oscuridad entra en ti y observando a tu alrededor pides auxilio con tu ojos, sin mover la boca. Gritas por dentro y nadie te escucha. Esperas que la fuente eterna de luz fecunde tu realidad de sueños truncados. Para algunos ya no habrá vuelta atrás, espero que tú tengas más suerte.


El ermitaño.

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Israel Esteban







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