Estaba anocheciendo, era cuatro de mayo y Napoleón estaba recostado sobre un desmedido diván repleto de cojines. El dolor de estómago que padecía era tan usual para él, que cuando no sobrellevaba algo de molestia se sentía incomodo. Desde ahí, vigilaba a su mayordomo con aversión. La razón de la enemistad se originó cuando cierto día mientras intentaba alcanzar un atlas de la biblioteca, el mayordomo le dijo:
─ Tú no llegas. Déjame a mí, yo soy más grande.
─ No, no. Tú eres más alto, yo soy más grande – dijo el emperador colérico.
A partir de ese momento, Bonaparte inició una guerra contra su sirviente. Una contienda sutil colmada de escarnios. La promesa que le hizo hace años a Carmen, su antigua criada, de que lo cuidaría como a un hijo no iba a sosegarle. Porque simplemente le caía mal. Tal vez era porque se parecían demasiado.
─ Luis Ramírez. ¿Ha limpiado ya los nueve mil libros de la biblioteca del ala norte?
─ Sí, mi señor. Lo hice ayer.
─ ¿Y has cambiando las telas de las cortinas de todas la ventanas de la casa?
─ Si, mi señor. Esta mañana terminé. También me he tomado la libertad de pintar las vallas que rodean el palacio, de pasar el rastrillo por todos los jardines y de dejar los suelos bien encerados para envidia de sus visitas.
─ ¿Si? ¿Y qué más libertades te has tomado?
─ Pues la de traerle unas almendras deliciosas de su propio huerto.
El emperador, mirándole directamente a los ojos, extendió la mano con cierta indecisión.
─ No sea desconfiado. ¿Qué piensa? ¿Qué llevan arsénico?
Israel Esteban